25 de enero de 2010

Le mal du siècle

Sólo recuerdo que hacía frío y que ella miraba atentamente a la bailarina de su caja de música. Era una melodía triste, inspirada en la melancolía por los tiempos felices. Tiempos que, ahora igual que entonces, brillan por su ausencia. La figura de porcelana giraba sin parar, en una imposible pirueta. La música fue parando en un ritardando molto mientras la bailarina hacía su último giro. Le siguió una profunda quietud, rota por el sonido de los copos de nieve al posarse en el alfeizar y su renqueante tos. Con suma parsimonia se levanto y, aún con los ojos humedecidos, se giró a la ventana. No recuerdo que víó tras los empañados cristales, pero una sonrisa iluminó su frágil rostro. Se volvió hacía la puerta, donde desde hacía rato le esperaba. Parecía radiante. Sus ojos, aunque enrojecidos, conservaban ese color de la niebla marina, que junto con el lunar de su mejilla resaltaban su palidez mortal. Entre sollozos nos abrazamos; después supe que sería el último. Ella apenas tenía fuerzas, la enfermedad le estaba quitando las pocas que le quedaban, pero ella seguía sin rendirse a su final. No quería que me olvidara de ella, aunque nunca lo podría hacer; y me hacía visitarla todos los días y contarle las novedades que había en nuestra París decimonónica. Sobretodo de ese joven que años más tarde, y al igual que tantos otros, correría su misma suerte. Ese joven pianista romántico, Frédéric Chopin.

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