1 de julio de 2010

Nunca es tarde (II)

Caminaban a paso rápido con la cabeza gacha por las calles de la solitaria ciudad.  El tren llegó puntual a la estación, y aunque creyeron que llegarían a tiempo, ya llegaban tarde. Y mirar cada poco el reloj no les serviría de nada. Iba a ser un día muy duro y no había más que comenzado. Ambos llevaban los auriculares en un intento de aislarse de la compañía que horas más tarde buscarían.

Tardaron poco más de veinte minutos en llegar a la impresiontante mole que guardaba la biblioteca estudiantil. Aún estaba cerrada, pero ya sabían que llegaban tarde. Levantó la vista y se fijó por primera vez en los ojos de su acompañante. No tenían el menor rastro de dudas o inquietud. Al menos, tenía la seguridad de que uno de los dos estaba seguro de lo que iban a hacer.

Rodearon el edificio y, subiendo por la escalera de incendios, llegaron a la puerta de la segunda planta, que como siempre, estaba abierta. Sin esfuerzo la empujaron y giraron a la derecha hasta quedar frente a la puerta del despacho del profesor Vilagar. Su refugio cuando aún se podía decir que "estudiaban" en la biblioteca. La puerta estaba entornada, permitía que la luz ambarina de la lámpara del escritorio inundára el corredor. Se aproximaron a la puerta y pudieron oir el leve zumbido del viejo tocadiscos del profesor cuando se acababa el disco.

-Debe de haberse quedado trabajando hasta tarde, como hacía entonces - susurró su compañero mientras empujaba lentamente la puerta.- Aún estamos a tiempo de dar la vuelta si quieres.

-Pasen - respondió una voz grave desde dentro-, les estábamos esperando.

Abrieron la puerta y vieron al profesor de pie junto a la mesa. El paso de los años no le afectaba: el mismo frondoso bigote blanco, las mismas gafas de concha desgastadas y sus temblorosas manos, siempre jugando con un inagotable Bic azul. No les miraba a ellos sino a las dos mujeres que le acompañaban que, sentadas en el viejo tresillo, pasaban desapercibidas.

-Bienvenidos, una vez más- dijó el profesor desde dentro.- No os preocupeis por mi compañía, las conoceis mejor de lo que pensaís.

Tras entrar en el despacho, rodearon el tresillo hasta quedar junto al profesor. Frente a él estaban dos mujeres. No solían ser el tipo de persona que entraba a ver al profesor, estudiantes en busca de apoyo o con demasiadas respuestas; no, ellas daban la impresión de venir en calidad de iguales a conversar con un compañero de investigación. De las dos, él se quedó mirando a los ojos de la que tenía enfrente: unos ojos claros, pero muy profundos. Conocía esos ojos de hacía mucho tiempo, aunque creía que había podido olvidarlos. No necesitaba seguir mirando, ni siquiera preguntar. Nunca era tarde para reencontrarse con su primer amor.

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